miércoles, 23 de diciembre de 2009

I



Camine por la calle San francisco en dirección hacia Santa Isabel. Si a mi me preguntan, diría que había perdido el rumbo hace mucho, quizás tres años, un amplio camino dirigido a un más allá inexistente, forzado por fracasos o por indiferencia o por la perdida de la responsabilidad, y ese fue mi argumento anoche, cuando Alejandro me llamo invitándome al departamento de Néstor; dispuesto a conocer todo, a dejarme llevar por la insensibilidad o por lo que serian los instintos. Los tres habíamos concordado en que ya no había vuelta, pero dudaba. Hay momentos en que pareciera que aun no esta todo perdido, en que todavía añoramos encontrar la felicidad, en suma un halito de esperanza que desapareció cuando divise a Alejandro. Subimos al edificio, de esos nuevos, de quince pisos, y que dan una sombra que se devora a la pequeña calle de San francisco. Néstor nos esperaba, dijo la encomienda sale alrededor de cincuenta lucas por cabeza, estaba todo listo, solo faltaba ver la hora y dar el visto bueno y nos mostro las fotos. Luego salimos a dar una vuelta en dirección al paseo Bulnes, ver algunos libros y comer algo en el café don Quijote. A mi me da un poco de vergüenza, se que nos queremos, pero, ¿nos podremos volver a ver las caras? Y que importa, le conteste a Néstor, no te eches para atrás, total es una para cada una, cada uno tiene su espacio privado, yo no te veré la cara. Pero Alejandro no le has dicho, qué cosa me tenías que decir, mmm, suspira Alejandro, la verdad es que teníamos pensado realizar el sueño del pibe. Ya... susurro. Alejandro se toma un sorbo de café, mira, me dice nos juntamos los tres y hacemos cambios sucesivos, sin preguntas, pero con resguardos. ¿Las minas están dispuestas? Las lucas lo permiten, solo tenemos que envalentonarnos, ir como caballos desbocados, hoy día no hay que echar pie atrás.

Alejandro pidió un pastel, no comas mucho dijo Néstor, pero Néstor pidió un pan tostado con mantequilla y un te. Yo preferí un pan con queso y leche de chocolate. El atardecer en la ciudad se hace dudoso, pareciera que el cambio de luz aterriza en los faroles, en las luces de avisos publicitarios, en el blanco de las vitrinas de los supermercados que se parecen a las salas de espera nocturnas de los hospitales, quizás las ventanas oscuras de los edificios grises rigurosamente le siguen la mano a la propuesta del atardecer, un entrega mayor a los reflejos dorados y rojos: paulatina, despacio las ventanas se regalan a la oscuridad. El paseo Bulnes tiene algo telúrico, algo profundo que ya no podre olvidar jamás, ocurrió algo ahí, un día ya perdido en mi memoria que de donde sea y como sea me propone un pensamiento: el siempre solo se vive en el nunca mas. Porque es así, todos lo lugares tienen su propio pensamiento, dan su propia respuesta a las preguntas que llevamos por dentro, y que a veces suceden y otras veces solo quedan en el silencio. Por ejemplo, cuando íbamos acercándonos a la estatua de Aguirre Cerda, me acorde de los versos de Ernestina Díaz: "imposible es el dolor, cuando el amor es solo imaginado". En eso pensaba, cuando Néstor, rápido, nervioso, dice, miren ahí están. Las tres mujeres, con vestidos ceñidos y cortos, dejan ver sus piernas largas y distintas, bastante guapas. Es cosa de que el lobo huela la carnada para que se desorienten las reflexiones y la moral que le había dejado el remordimiento de la última presa devorada. Las fabulas tienden a perder el sentido de la carne viva, sangrienta, libidinosa, asociada a una necesidad y que hacen al animal, justamente, animal. En frente del departamento me abandono la inteligencia y la razón. El instinto y la coquetería aparecieron. Subimos todos al cuarto, en el ascensor, apretados, sintiendo el perfume amor, amor que dijo Carolina - alta, pelo medio rubio, medio castaño, falda roja de cuerpo completo, me detuve sin disimulo en su escote- que usaba. Ahí quede atrapado. Trate de colocar todos los sentidos en el olor y su cuerpo. Resistir el combate de importuna guerra, aunque el cuerpo ya no nos quiera hospedar, la palabra resistir es lo que le falto al poema de Quevedo. Pero quién soy yo para corregir un poema, más bien, diría que hay que resistir, y si el cuerpo nos abandona, los instintos son duras cadenas que debe cortar. Huellas de éstas sin duda le quedan, marcadas, como si nuestro cuerpo, se mordiera los labios lujurioso, y dijera no hay más que esto. Al mirar por la ventana, frente a la perspectiva de la ciudad de noche, mis ojos se cierran al sentir los besos en el cuello. Por esta noche qué más se puede pedir.


Cuando desperté en la mañana estábamos Alejandro y yo abrazados. No supe como, pero me dio igual. Las mujeres ya se habían ido. Decidí levantarme, la luz del sol me molestaba, necesitaba aire y sombra, un árbol. Mientras bajaba los recuerdos entraban tan desorientados como yo al espacio, ese espacio que se lleva por dentro. ¿Cómo me convencieron? No lo recuerdo. Trate de buscar las calles de antaño, esta vez, no me daba igual el mundo. Hubiese querido detener el tiempo, detenerlo frete a ese momento que nos persigue, pero la vida sigue, es un movimiento imperceptible, solo cuando nos hayamos solos, parece que nos damos cuenta y quisiéramos cambiar de orilla, y poder ser un observador ingenuo, aséptico, sin sentir ese imperativo que nos obliga nuevamente a unirnos, a seguir el ¿destino? ¿Rumbo? ¿Devenir? ¿Acaso nuestro camino ya esta marcado y hagamos lo que hagamos, ya no hay mucho que hacer más que completar una trayectoria fija, como me imagino que lo hacen los planetas frente al sol? o ¿Es que de verdad a cada uno le toca hacerse cargo de su vida, de decidir quien es o quiere ser? Alguna vez se han preguntado por qué el mar esta ahí, por qué las olas siguen, cuál es su sentido y si acaso algo nos quieren decir. Repito, la ciudad nos hace preguntas y creo que la calle San Francisco hoy me dice: ¿quién eres tú? ¿El mismo que hace cuatro años caminaba de la mano feliz con una niña o este que, solo, parece ser incertidumbre? Se queda callada, no suma más interrogantes al hombre que, camina siendo él mismo una más de las interrogantes. O quizás una más: ¿Cómo te llamas? Ya no sé ni mi propio nombre.


Antes, por lo que he leído, esta ciudad era más campo. Calles de tierra, abundaban los animales de granjas pequeñas como gallinas, perros, algunos chanchos me imagino e incluso vacas. Por qué no, las cosas cambian y ha pasado mucho tiempo desde ese entonces. Pero hay algo que sigue igual, quienes habitamos estas ciudades aparentemente distintas, vivimos deambulando, siempre existieron vagabundos de un día o viajeros que se dieron a observar todo sin echar raíces, sin generar vínculos. Santiago es una ciudad perfecta para eso. Con un buena caja de cigarrillos y agua suficiente se puede pasar un día entero sentado en la plaza de armas o en la catedral, o en el paseo ahumada, sin decir nada, acariciando a los perros que pasan o escuchando conversaciones ajenas, cuerpos ajenos, esperando que el sol cumpla su itinerario desde la cordillera de los Andes hasta el horizonte de edificios por el oeste, sin quehaceres. En el quiosco de frente de la calle Moneda, venden revistas de historia, me acerco, leo el titular que habla sobre los templarios, pero compro, era mucho más barata, una revista literaria que trae en la portada una imagen de Carlos Fuentes. Al hojearla, me doy cuenta de que trae artículos de Savater, Rosa Montero, Santiago Gamboa sobre el valor de la literatura. Leo solo un rato, porque al frente aparece la mujer rubia-castaña de la noche. Es ella o una mujer que se le parece extraordinariamente. Decido seguirla, sin que se de cuenta, despacio, camuflado entre la gente. ¿Quién se podría imaginar que es seguido en pleno centro de la capital? Espero que ella no sea la excepción. Atravesamos juntos Nataniel, a muy poca distancia, cuido de que no se crucen nuestros ojos, me detengo unos segundos haciéndome el desentendido frente a una vitrina de helados, pero sin perderla de vista. Se detiene en el edificio del Banco C, al lado hay un edificio de departamentos. Apuro el paso. Toca un timbre y al abrirse la puerta mira hacia mi dirección y desaparece. Dudo entre seguir o quedarme sentado afuera esperando. Toco el timbre, busco a Carolina, digo recordando su nombre, pero me dicen que no se encuentra nadie con ese nombre. Cuando sale un hombre aprovecho de entrar, hay un pasillo estrecho en donde una escalera circular, como un caracol, se va perdiendo hacia arriba entre la luz tenue que entra por las ventanas. Solo esta la opción de subir, lo hago nervioso, luego de dos tramos hay cinco puertas, parecen viejos departamentos. Me siento. ¿Qué haces? me pregunto, ¿Desde cuándo se rompió el puente de la sana moralidad que cruzábamos y ahora, en caída libre, ni sabemos cuándo vendrá el golpe, ni en dónde pararemos? ¡Qué extraño!, resulto ser darse cuenta que era la misma pregunta que se había hecho el esposo de Ana Karenina cuando se entera que su esposa le estaba siendo infiel: una oscuridad repentina, pero llena de estrellas en el cielo. El desamparo no era entero. Por lo menos aquí esta fresquito, un aire helado mezclado con cera tiene un efecto aletargado, como si fuera un descanso obligado o será que es la vuelta a las condiciones de ser humano consiente y a los recuerdos de anoche, cuando ella puso sus manos en sus hombros, de dedos largos y blancos, como le gustaban, y bajaban paralelas un corto tramo para juntarse en su pecho y dirigirse, sin no antes erizar sus pelos hasta el beso grande, símil a los efectos de un alucinógenos y el éxtasis del cuerpo; era llevar al extremo la materia, la alegría veloz de un átomo girando, invisible al mundo, pero real frente a los ojos de la técnica del científico, tal real como el llanto que siente ahora, proveniente de la tercera puerta, que tiene un numero cinco dorado.

domingo, 8 de noviembre de 2009

L.Q.D.D

Hace quince años que no me sentaba en la calle, si, aquí pegadito a la vereda, medio hincado o con las piernas cruzadas, eso si, en esa postura a uno se le terminan durmiendo, así que más vale ir cambiando el cigarrillo de la mano y frotárselas fuerte, pa' que las hormigas ficticias, fantasmas, fuera del espacio, salgan volando sin dolor alguno. Parece que la verdadera democracia esta en una procesión de tambores "carnavalescos", solo tambores, y los golpes que se perfilan de izquierda a derecha, como si en algún momento se descifrara el misterio de la libertad y del tiempo. Algo así como si la libertad fuera estar aquí sentado en la calle, como una piedra a la orilla de un río, y la primera idea sobre el tiempo: que todos los días son iguales, más vale entonces dotarlos de conciencia... de estar aquí, viendo a la diosa del carnaval, de la fiesta, moviéndose y quebrando las formalidades del orden del cuerpo y de la ropa y tratar de que exista una pausa entre los ojos de ella movedizos, como empuñados detrás de la mascara celeste con cintas rojas y esquirlas doradas, y los míos felices de estar lanzados al fin y al cabo al vacio, si total, no van a llegar a los de ella, no envidio a nadie, no los quiero, pero me gusta creer a que si. No tengo calles, pero si tu compañía. ¿Otro cigarro?

domingo, 11 de octubre de 2009

N

En Marzo de 1973 me presente al Cantón de reclutamiento número diecisiete, tras una larga fila, la ceremonia de izar la bandera, el día colándose por las rendijas, dije que no quería hacer el servicio militar, ¿tiene alguna justificación?, más bien mi deseo ¿no es suficiente?, No, pero veamos… pase al médico. Camine por un pasillo largo, celeste hasta la puerta 202. El médico hace lo usual, conozco muchas postas… la central es mi favorita, ya he terminado ahí tres veces: por exceso de alcohol, por exceso de comida y por una caída en la plaza los denarios, mientras cortaba una Cala muy linda para la Mari, pero aquí el médico parece más de un corte severo, formal, señorito, duro. Allá eran más sueltos, desbordados, locos, algo así como hippies, aunque nunca he conocido uno. Perfecto, sus enfermedades son fruto de su estupidez, nada biológico, es decir, apto para el servicio sentenció el medico que a todo esto se llamaba Marcelo. Nunca olvidare ese nombre. Fue él quien me sentenció a la muerte, así como a muchos durante ese año. Pero nadie podría haber dicho como, ni cuando ni en qué momento, porque aunque muchos sabían lo que venia… siempre pensé que la muerte necesitaba una causa noble o grandiosa, enorme, ineludible, pero morir por lo que morí el día 13 de septiembre es una estupidez. Si Marcelo se hubiese enterado sabría que la estupidez es condición suficiente para no hacer el servicio militar, una razón lo bastantemente clara como para irnos despacito por las piedras y un pretexto oportunista para quienes desean desatar su violencia, su demonio invencible.

El 10 de septiembre Mari me había regalado una enorme sonrisa, puesta como una luz penetrante entre su nariz pequeña y respingada y su piel blanca. Su sonrisa parecía un giño, sobre todo al final cuando nos abrazamos y me dice solo contigo mientras se cuelga de mi cuello, grita nooooooo, cuando me abalanzo sobre ella y, pienso que si alguien me hubiese explicado las formas, por ejemplo el circulo con sus pechos, todo habría sido distinto. Las matemáticas encontraban su asidero allí, en el ombligo de Mari, las tangentes en las líneas que atraviesan los pechos de ella y las paralelas (según mi profesor se encuentran en el infinito). Me imagino que lo que me trato de decir debe ser como la espalda de Mari sinuosamente unida a su trasero que, desde donde la miro, parece la cara creciente de la Luna.

El 11 de septiembre es un día que me cuesta recordar… no lo entiendo, solo sé que Mari, era mi Quijote del comunismo, escucharla hablar sobre las razones del cambio social, político y económico, eran como escuchar el canto de un pájaro magnifico, cubrirse en la sombra proyectada de sus enormes alas. Tenía una fe estupenda en los seres humanos, habla con todos sin excepción, gozaba de los días soleados, de los días con lluvia y era una ternura ante lo pequeño… me pego el amor por lo pequeño, por los niños, por las hormigas, los chanchitos de tierra, por las flores; sobre todo por las Calas. Yo solo escuche la radio, pero no pude seguir la voz… Mari me reconstruyo las ideas, nos han fastidiado, desde hoy ya no habrá felicidad para nadie. Nos quedamos abrazados hundidos en el sillón. Nunca más reacciono, se volvió una estatua, una lapida, como si las cosas pasaran por sus ojos vivos y líquidos, sin poder entrar, rechazados por una barrera o por un vacío abismal que caía sin fin al sepulcro de su corazón. Menos mal que ese día termino. Aunque si hubiese querido salvar mi vida, hubiese tenido que detener el tiempo el día 10 o quedarme para siempre el 11 ahí sin entender nada, agónico.

La televisión comenzó a dar relatos, entrevistas, imágenes de calles, de la Moneda destruida, de los generales justificando, alabando, conjeturando, diciendo fue suicidio, hay toque de queda, a eso de las once de la mañana el día doce. Nos llego el rumor que buscaban a los militantes de los partidos del cáncer comunista… Chile es una de esos países en donde siempre el remedio es peor que la enfermedad, porque el remedio es a salvar o morir, fundamentalista, un maniqueísmo esquizofrénico.

Tocaron la puerta. Al final del día el dolor será insoportable, las manos atadas, los ojos temblorosos, la ridiculez de llamarlo desertor, bandido, filial del enemigo, el terror de ver caer a los que lo precedían, la penúltima duda y recuerdo de no saber cuando fue el fin, cuando empezó y por último pasa por su cabeza la imagen de Mari muerta de miedo mientras tocaban a la puerta, el golpe que la derriba, su madre atada, Mari no se opone, parece que ya no tiene voluntad… el soldado la abofetea- milico hijo de tu puta madre-, él se exaspera, tomo con fuerza al soldado, siente el culetazo en la cabeza y, la luz del sol al atardecer que cambiaba de color colándose por el polvo suspendido en el aire, desaparece. Marcelo lo reviso en la mañana del 13, de soslayo, acurrucado frente a él luego que fue separado del grupo H, sección dos, por el fuerte hematoma y el recuerdo de la cara de desafío, su fisonomía desordena y porque éste debería ser soldado; un pelado más. Lo atiende, lo cura maquinalmente, vuelve al grupo, pasan unos minutos y le traen informes secretos de hombres que murieron también en secreto y sin destino. Al ver el nombre decide firmar sin leer la pregunta, todo debe seguir como el procedimiento indica en el caso de los desertores. Acompaña al grupo al patio, mientras caminan sigue la sombra de los hombres, de los cuerpos desdibujados que se extienden y acortan bajo la luz del Sol. Decide caminar, alejarse. El patio no tiene ni un árbol, solo hay dos canchas de fútbol. El día le parece gris como si la luz tomara el tono del cemento, de las murallas carcomidas y sucias. Elige no mirar, no le gusta escuchar los disparos.

viernes, 9 de octubre de 2009

La pregunta de M

M me pregunta sobre la bondad humana, dice algo así ¿Es acaso el ser humano bueno por naturaleza?
Se supone que a la vuelta de la esquina siempre se esconde alguien para asesinarnos, como sea, arrullado en la espera del fin… de una vida que se acaba antes de tiempo, un punto muerto que se lleva todo a su paso. Pero también puede ocurrir lo contrario. M siempre se interesa por las esencias metafísicas y que agradable es escuchar su visión idealista de las cosas… porque aunque el materialismo es sugestivo, M siempre tiene una visión meridiana, o al menos así me lo parece. Dice: no cree que es absurdo, eso que llaman condiciones materiales, porque imagine usted, aunque lo que le digo no es mío totalmente, lo pensé junto con Kafka a media noche. No recuerdo, pero no importan las precisiones, ora quizás soy la reencarnación del judío alemán, ora porque nunca pase de la primera página de la metamorfosis, lo cierto es que: ¿cómo sabe usted que es usted? O más general aún, ¿cómo sabe que pertenece a eso que llámanos la condición humana? Por ejemplo, un hombre se acuesta siendo hombre un día y luego, mientras son las cinco de la mañana de un insomnio largo para mi imaginación torcida, aparece convertido en el australopitecos, una vuelta cíclica al principio de la evolución y ese casi hombre o cuasi mono no se pregunta por quién es, de hecho no entiende nada, no entiende las sabanas mojadas, no entiende la ropa, no entiende el sol que sale por el levante y le encandila mientras se saca unas legañas adheridas en sus ojos. Cinco minutos, en un intervalo tan rápido como la velocidad de la luz, salta hacer un homo habilis y por fin las cosas adquieren sentido… el yogurt a medio terminar de la noche anterior, las migas de pan, sin embargo el control remoto aún es demasiado complejo, no resiste que lo azoten contra el suelo. Imagínese que lo hace ¡como salen disparadas las pilas!

Este homo habilis se extraña, toma conciencia de si solo unos momentos para ponerse de pie y entender que los zapatos son los zapatos porque sirven para caminar, ahora que esta erecto, entiende que la ropa, el pijama a rayas que le regalo la madre, sirve para tapar sus “vergüenzas” que no son tan vergonzosas diría Julia, novia del hombre que esta mañana se ha despertado como Australopitecos y que en diez minutos ha avanzado miles de años de evolución. ¿Acaso eso no dice la teoría? Me quedo callado, ya voy en el segundo cigarro, el primero lo encendí tratando de recordar mis conocimientos materialistas para poder debatir… son vagos. Sigue: Así en un radio continuo, en el mismo espacio, pero con el tiempo avanzado, las condiciones materiales no han sido más que la mera conjunción de la capacidad mental, es decir, aumento de la capacidad cefálica y del encuentro del sentido de las cosas. Usted dirá falacia, usted dirá aquí hay gato encerrado, porque la evolución solo ha sido posible por las condiciones de domino o creación de los medios de producción que están acompañadas de ciertas formas sociales. Pero eso es adelantarnos a las cosas, adelantarnos a los sucesos, puesto que no es el control sobre la naturaleza de las diversas formas que usted crea, sino los sentimientos, ideales y sueños que los transformaron. ¿Ideología? Dígame usted ¿Qué ideología tiene regalar una flor? ¿Qué condiciones materiales hay cuando usted decide darle un beso a Julia? ¿Qué ideología y condiciones materiales tuvo, cuando decidió peinarse, planchar la ropa, lustrar los zapatos, perfumarse, adelantarse al momento imaginando como iba hacer, lo que iba a decir en ese primer encuentro? Mal que mal lo que trato de decir, es que lo material tiende a demudar bajo la imaginación, bajo el idealismo… el idealismo de un Quijote rezando sin pantalones y de cabeza por su querida dulcinea. Creo yo que te pusiste nostálgico digo, le tomo el brazo y pienso en la primera pregunta, pienso que la maldad es seductora, que el bien es lo que más duele y que no sé si el hombre es bueno o malo por naturaleza, solo se que nos cansamos de nosotros y de los demás, sobre todo cuando entre tantos seres humanos juntos, pasando de aquí para allá, en quehaceres, tareas, tedios, fiestas, direcciones y destinos uno no conoce al más mínimo, no conocemos más que el vacío que portan porque es el vacío de uno. Me atrevo a decir: es una decisión personal, a cada cual le toca decidir.
Ya esta atardeciendo, hace frío, pero los árboles están tan lindos -¿lindos no será una palabra muy rosa, una palabra de mujeres? Me pregunto-. Me corrijo: están (me acuerdo de una receta de cocina) exquisitos. M se ríe, pone sus manos sobre la mesa, se abrocha el botón del cuello de la camisa, dice: Y entonces, como depende de cada uno, depende de qué quiera, sienta y sueñe como bien… Pero hay un bien inherente, de todos para todos… el bien es aquello que se hace desprovisto de interés, sin el lucro del tiempo, el bien debe ser aquello que nos alegra el corazón… que toca fibras que uno creía perdidas, como el poema de Huidobro, ¿Lo recuerdas? No le contesto, y de pronto sin aviso, formidablemente, con su voz real aunque se diga idealista me cita de memoria a Huidobro ¡Qué memoria!:
“Imposible saber cuando ese rincón de mi alma se ha dormido
Y cuando volverá otra vez a tomar parte de mis fiestas íntimas
O si ese trozo se fue para siempre
O bien si fue robado y se encuentra integro en otro”.

Y… suspiro, y qué, dice, el bien es aquello que nos trae devuelta el alma, aquello primitivo y que estuvo desde siempre y el mal aun no sé que es. Como dice Tolstoi, el bien homologándolo al amor, se decide en un juego de miradas y sonrisas… así se puede descubrir. Apago el cigarrillo, es una pregunta que me devuelve la alegría de la vida, aunque la respuesta no la entiendo. Pidamos otro café. Enciendo otro cigarrillo.

V

Cuando pidió el empleo pensó que seria lo de siempre, y en parte nadie podría haber pensado situaciones muy distintas y que algo de razón tenía pues, porque cargar cajas en cualquier parte es lo mismo, pero apenas llego sintió un aire nauseabundo. En cierto modo nuestro personaje no deja de decir la verdad, porque los empleados de la compañía rara vez llevan sus trajes a lavar un día jueves, día en que fue contratado, sin mayores contrariedades José. Mientras se pone su cinturón de seguridad piensa que no importaba mucho el olor porque pronto seria uno de ellos y como siempre los seres humanos se terminan acostumbrando a las cosas que les desagradan y otros incluso terminan amándolas.

Al principio no pareció extraño que algunos productos, que los catálogos de contaduría decían que estaban, no estuvieran. En cambio que las cajas cambiaran de lugar cada día si. Varias veces llego a pensar que eran duendes los que cambiaban las cosas de su lugar y más de una vez los vio, se sabe que cada uno ve lo que quiere, además nada de mal le parecía para quebrar la monotonía a eso de las cinco de la tarde. No hay nada nuevo bajo el sol –como decía Salomón-, vanidad de vanidades, todas estas cajas son vanidad, salvo que el sol en la bodega solo se veía a eso de las tres de la tarde y que la vanidad tenía un precio de un dólar la hora.

Ya la segunda semana se sintió cansado, se sentó en una caja grande, lo suficiente como para que se hubiese acostado y ya acostado sintió la mirada perpleja de sus compañeros. Una mirada como de animales, unos animales neuróticos, sin entender que uno de ellos se detuviese cuando la consecuencia lógica a una terrorífica casería es una estampida. Somnoliento, de a poco empezó a recuperar su conciencia frente a una pregunta: qué quería decir esa mirada. Se acerco.
-¿Qué haces? –dijeron.
-Muero – dijo. Y disfruto de esta muerte lenta.
Los ojos de sus compañeros se desvían, vuelven, simétricamente se une a los movimientos nerviosos de las manos, pero se detienen como una flecha que se clava en el techo. Miro, nada a primera vista más que el blanco triste y una grieta… es normal esa grieta había dicho el arquitecto una semana antes en una visita junto con los dueños de la empresa. Luego mientras pensaba que no estaría mal cambiarle el color al techo, quizás celeste o azul, media escondida en una esquina descubre una cámara, y al descubrirla se sintió intimidado. Como observador objetivo de la situación y dotado con los sentidos de un científico con sus instrumentos puedo decir que en un momento pareció que los ojos y el lente oscuro se detuvieron recíprocamente, el uno en el otro, como esos ojos perdidos de los penitentes en la de los santos devotos. Quizás en otra vida o en un tiempo más los seres humanos se arrodillaran frente a las cámaras, si no es que ya lo hacen, haciendo mandas y pidiendo lo que esta más allá, sin embargo, José pertenece a la vida del más acá, de la bodega y se para, se mezcla y pierde en los pasillos uniéndose a los agitados ir y venir por una caja, ampolleta o herramientas. Los muchachos bajaban y trasladaban las cajas de aquí para allá, cómo se preguntó José si a veces no había mucho que hacer, para luego entender que eran los mismos muchachos quienes cambiaban de lugar las cajas.
-¿Por qué?
- No ves que hay cámaras, si no te ven trabajando te amonestan.
Los días posteriores noto que sus caras cambiaban, evolucionaban y se acercaban a la locura en un camino perceptible solo para aquellos que vivían bajo el techo blanco. Si alguien decidiera andar cerca de ese camino trasformaría su rostro desde las expresiones de histeria hasta las caras más aterrorizadas; más y más perdiendo todo rasgo de humanidad, aunque a decir verdad era el olor de los muchachos lo primero que abandonaba los asideros asépticos del mundo, en ausencia de la costumbre del jabón y una chorro de agua caliente.
¿Solo por las cámaras hacían este delirio gratuito? Pensó José. Si y no, dijeron, necesitamos el trabajo. Continúan diciendo: y cuando se necesita dinero para comer lo que a usted le parecía correcto con su guatita llena no lo parece tanto sin ella. El miedo al dolor, a la escasez provoca muchas cosas, José pronto lo sintió también, junto con una afanosa mirada en su espalda o que se cruzaba con la suya vigilándolo constantemente. Se preguntaba ¿Quién era el que miraba tanto por las cámaras? ¿Quién era el que asechaba? ¿Quién era el que tenía esa manía casi divina de verlo todo?, pero seamos justos no solo la divinidad que acusa José tiene la facultad de estar en todos lados, los compradores frenéticos en la bolsa de comercio son capaces también de estar en Japón, China, EE.UU., y Chile a la vez.
Mientras se une a las correrías a José se le ocurre la siguiente reflexión: solo entregándose al frenesí, a la desesperación se olvidaban que eran observados, se dijo admirado de su falta de imaginación; unos robot que sudaban y olían mal, en un tiempo que no era ni el de la rutina ni el sagrado y quizás en lo más filosófico que pensó se dijo: era la transmutación de lo natural explotado por el miedo y el cansancio. En realidad lo que debió decir para ser sincero consigo mismo fue que deseaba su libertad, esa que se oculta en lo anónimo, sin la atención de nadie y en la profundidad de lo desconocido.
El día 18 de abril cuando se levanto de la cama y se puso el traje negro decidió ese día no hacer nada. Se escondió el revolver, se aseguro que no se le notara tras el terno y varias veces se miro en el reflejo del vagón del metro frunciendo las cejas o arreglándose sus pocos cabellos. Cuando estuvo en la bodega se estiro con sus brazos cruzados tras su cabeza a esperar. Pronto lo llamaron, señalaron que quería verlo el jefe encargado de la sección. Cuando salio caminando por el pasillo los muchachos comentaron: ¿Quién es este que se negaba ha hacer lo de siempre? Antes pasa a los vestidores. Se acomoda la pistola y cuando sale caminado por el pasillo tiene la convicción de que hoy todos sus compañeros serian libres.
Espere aquí dijo la secretaria con su voz medio enojada mientras se dirige a la oficina. Esa mañana Doris había peleado con su esposo y al salir a la calle para dirigirse al trabajo lo hizo sin despedirse de él, y él se entero por el diario que varios de las acusaciones de la diputada Ramírez eran inconstitucionales. El mundo sigue, mientras José pelea como diría el presidente del partido comunista o socialista por los derechos inalienables de los trabajadores que el capitalismo ha arrebatado como un vil asesino. El presidente del partido se imagina a si mismo siendo aplaudido mientras pronuncia estas palabras en el teatro en que se reúnen los camaradas. Diez jóvenes universitarios creen lo mismo, José también lo cree y es más se dice: vengo aquí a recuperar mi sentir, mi soñar e imaginar, hemos sido desarraigados desde antes que fuéramos semejante a lo divino y en un segundo nos quitan lo humano constantemente con empleos y contextos globales que vituperan todo signo de compasión y amistad. ¿De dónde vendrá la palabra globales? ¿Dónde la habré leído? Pensó. Y en la víspera de la pelea o de lo que cree él que será la pelea, es decir, a eso de las diez con treinta minutos Doris dice entre. La oficina es grande, tiene un escritorio en el centro, tres cuadros, dos en la muralla y uno más pequeño en el escritorio, hay una ventana que da hacia la calle y un estante con libros. Don Manuel Bahuer es algo viejo, presenta una cara con fuertes arrugas y con su voz fuerte pronuncia:
-Así que no quiere trabajar holgazán.
Pero José no dijo nada, se decía a si mismo: así que este es, pero que le digo, pero si ya sabes se contesta, entonces dilo que se nos acaba el tiempo, o mejor dispara y salimos corriendo. ¿Adónde? A ninguna parte y que ese ninguna parte quedara bien lejos, el sonido de los disparos estremecería a todos, de seguro la secretaria quedaría paralizada, estupefacta, inmóvil como el tipo muerto. Tú tendrías que bajar rápido las escaleras, correr desaforadamente y empujar a los transeúntes fuera del paisaje. La policía te buscaría, en la ciudad, eso que siempre soñaste como lo enteramente desconocido seria al fin el escenario de miles de ojos que te buscarían.
-Oiga responda
- y las cámaras no hubiesen sido nada comparado con el terror y horrible mirada de la culpabilidad
-¿las cámaras?
-Si, las cámaras
-Será mejor que se vaya
-¿Las cámaras?
-Con ellas observo a los holgazanes como usted. No crea que me divierto, estoy tan obligado como usted.
Y al terminar esta frase Manuel Bahuer miro al techo y allí también había una cámara, pero más grande. De pronto en la oficina se hizo un silencio que parecía seguir los movimientos del lente oscuro. José salio casi sin pensar nada. Si el presidente del partido se enterara diría que ha claudicado, que al fin eligió el camino de los alienados, pero que más se le puede pedir a un hombre, más a José que vive el mundo real que con toda seguridad ni se parece a los de los diez universitarios y menos al del connotado presidente del partido. Mejor sigámoslos mientras camina triste, distraído por la calle. Entre Ejército y la Alameda un automóvil toca la bocina mientras el chofer le dice estupido, aunque José poniendo un poco más de atención se dice que el estupido es el chofer que no se da cuenta que lo están vigilando, pero él ya no, porque él vigilaría a los transeúntes mientras se convierten en animales y pobre de aquel que no quiera porque José anda con una pistola en el bolsillo.