miércoles, 23 de diciembre de 2009

I



Camine por la calle San francisco en dirección hacia Santa Isabel. Si a mi me preguntan, diría que había perdido el rumbo hace mucho, quizás tres años, un amplio camino dirigido a un más allá inexistente, forzado por fracasos o por indiferencia o por la perdida de la responsabilidad, y ese fue mi argumento anoche, cuando Alejandro me llamo invitándome al departamento de Néstor; dispuesto a conocer todo, a dejarme llevar por la insensibilidad o por lo que serian los instintos. Los tres habíamos concordado en que ya no había vuelta, pero dudaba. Hay momentos en que pareciera que aun no esta todo perdido, en que todavía añoramos encontrar la felicidad, en suma un halito de esperanza que desapareció cuando divise a Alejandro. Subimos al edificio, de esos nuevos, de quince pisos, y que dan una sombra que se devora a la pequeña calle de San francisco. Néstor nos esperaba, dijo la encomienda sale alrededor de cincuenta lucas por cabeza, estaba todo listo, solo faltaba ver la hora y dar el visto bueno y nos mostro las fotos. Luego salimos a dar una vuelta en dirección al paseo Bulnes, ver algunos libros y comer algo en el café don Quijote. A mi me da un poco de vergüenza, se que nos queremos, pero, ¿nos podremos volver a ver las caras? Y que importa, le conteste a Néstor, no te eches para atrás, total es una para cada una, cada uno tiene su espacio privado, yo no te veré la cara. Pero Alejandro no le has dicho, qué cosa me tenías que decir, mmm, suspira Alejandro, la verdad es que teníamos pensado realizar el sueño del pibe. Ya... susurro. Alejandro se toma un sorbo de café, mira, me dice nos juntamos los tres y hacemos cambios sucesivos, sin preguntas, pero con resguardos. ¿Las minas están dispuestas? Las lucas lo permiten, solo tenemos que envalentonarnos, ir como caballos desbocados, hoy día no hay que echar pie atrás.

Alejandro pidió un pastel, no comas mucho dijo Néstor, pero Néstor pidió un pan tostado con mantequilla y un te. Yo preferí un pan con queso y leche de chocolate. El atardecer en la ciudad se hace dudoso, pareciera que el cambio de luz aterriza en los faroles, en las luces de avisos publicitarios, en el blanco de las vitrinas de los supermercados que se parecen a las salas de espera nocturnas de los hospitales, quizás las ventanas oscuras de los edificios grises rigurosamente le siguen la mano a la propuesta del atardecer, un entrega mayor a los reflejos dorados y rojos: paulatina, despacio las ventanas se regalan a la oscuridad. El paseo Bulnes tiene algo telúrico, algo profundo que ya no podre olvidar jamás, ocurrió algo ahí, un día ya perdido en mi memoria que de donde sea y como sea me propone un pensamiento: el siempre solo se vive en el nunca mas. Porque es así, todos lo lugares tienen su propio pensamiento, dan su propia respuesta a las preguntas que llevamos por dentro, y que a veces suceden y otras veces solo quedan en el silencio. Por ejemplo, cuando íbamos acercándonos a la estatua de Aguirre Cerda, me acorde de los versos de Ernestina Díaz: "imposible es el dolor, cuando el amor es solo imaginado". En eso pensaba, cuando Néstor, rápido, nervioso, dice, miren ahí están. Las tres mujeres, con vestidos ceñidos y cortos, dejan ver sus piernas largas y distintas, bastante guapas. Es cosa de que el lobo huela la carnada para que se desorienten las reflexiones y la moral que le había dejado el remordimiento de la última presa devorada. Las fabulas tienden a perder el sentido de la carne viva, sangrienta, libidinosa, asociada a una necesidad y que hacen al animal, justamente, animal. En frente del departamento me abandono la inteligencia y la razón. El instinto y la coquetería aparecieron. Subimos todos al cuarto, en el ascensor, apretados, sintiendo el perfume amor, amor que dijo Carolina - alta, pelo medio rubio, medio castaño, falda roja de cuerpo completo, me detuve sin disimulo en su escote- que usaba. Ahí quede atrapado. Trate de colocar todos los sentidos en el olor y su cuerpo. Resistir el combate de importuna guerra, aunque el cuerpo ya no nos quiera hospedar, la palabra resistir es lo que le falto al poema de Quevedo. Pero quién soy yo para corregir un poema, más bien, diría que hay que resistir, y si el cuerpo nos abandona, los instintos son duras cadenas que debe cortar. Huellas de éstas sin duda le quedan, marcadas, como si nuestro cuerpo, se mordiera los labios lujurioso, y dijera no hay más que esto. Al mirar por la ventana, frente a la perspectiva de la ciudad de noche, mis ojos se cierran al sentir los besos en el cuello. Por esta noche qué más se puede pedir.


Cuando desperté en la mañana estábamos Alejandro y yo abrazados. No supe como, pero me dio igual. Las mujeres ya se habían ido. Decidí levantarme, la luz del sol me molestaba, necesitaba aire y sombra, un árbol. Mientras bajaba los recuerdos entraban tan desorientados como yo al espacio, ese espacio que se lleva por dentro. ¿Cómo me convencieron? No lo recuerdo. Trate de buscar las calles de antaño, esta vez, no me daba igual el mundo. Hubiese querido detener el tiempo, detenerlo frete a ese momento que nos persigue, pero la vida sigue, es un movimiento imperceptible, solo cuando nos hayamos solos, parece que nos damos cuenta y quisiéramos cambiar de orilla, y poder ser un observador ingenuo, aséptico, sin sentir ese imperativo que nos obliga nuevamente a unirnos, a seguir el ¿destino? ¿Rumbo? ¿Devenir? ¿Acaso nuestro camino ya esta marcado y hagamos lo que hagamos, ya no hay mucho que hacer más que completar una trayectoria fija, como me imagino que lo hacen los planetas frente al sol? o ¿Es que de verdad a cada uno le toca hacerse cargo de su vida, de decidir quien es o quiere ser? Alguna vez se han preguntado por qué el mar esta ahí, por qué las olas siguen, cuál es su sentido y si acaso algo nos quieren decir. Repito, la ciudad nos hace preguntas y creo que la calle San Francisco hoy me dice: ¿quién eres tú? ¿El mismo que hace cuatro años caminaba de la mano feliz con una niña o este que, solo, parece ser incertidumbre? Se queda callada, no suma más interrogantes al hombre que, camina siendo él mismo una más de las interrogantes. O quizás una más: ¿Cómo te llamas? Ya no sé ni mi propio nombre.


Antes, por lo que he leído, esta ciudad era más campo. Calles de tierra, abundaban los animales de granjas pequeñas como gallinas, perros, algunos chanchos me imagino e incluso vacas. Por qué no, las cosas cambian y ha pasado mucho tiempo desde ese entonces. Pero hay algo que sigue igual, quienes habitamos estas ciudades aparentemente distintas, vivimos deambulando, siempre existieron vagabundos de un día o viajeros que se dieron a observar todo sin echar raíces, sin generar vínculos. Santiago es una ciudad perfecta para eso. Con un buena caja de cigarrillos y agua suficiente se puede pasar un día entero sentado en la plaza de armas o en la catedral, o en el paseo ahumada, sin decir nada, acariciando a los perros que pasan o escuchando conversaciones ajenas, cuerpos ajenos, esperando que el sol cumpla su itinerario desde la cordillera de los Andes hasta el horizonte de edificios por el oeste, sin quehaceres. En el quiosco de frente de la calle Moneda, venden revistas de historia, me acerco, leo el titular que habla sobre los templarios, pero compro, era mucho más barata, una revista literaria que trae en la portada una imagen de Carlos Fuentes. Al hojearla, me doy cuenta de que trae artículos de Savater, Rosa Montero, Santiago Gamboa sobre el valor de la literatura. Leo solo un rato, porque al frente aparece la mujer rubia-castaña de la noche. Es ella o una mujer que se le parece extraordinariamente. Decido seguirla, sin que se de cuenta, despacio, camuflado entre la gente. ¿Quién se podría imaginar que es seguido en pleno centro de la capital? Espero que ella no sea la excepción. Atravesamos juntos Nataniel, a muy poca distancia, cuido de que no se crucen nuestros ojos, me detengo unos segundos haciéndome el desentendido frente a una vitrina de helados, pero sin perderla de vista. Se detiene en el edificio del Banco C, al lado hay un edificio de departamentos. Apuro el paso. Toca un timbre y al abrirse la puerta mira hacia mi dirección y desaparece. Dudo entre seguir o quedarme sentado afuera esperando. Toco el timbre, busco a Carolina, digo recordando su nombre, pero me dicen que no se encuentra nadie con ese nombre. Cuando sale un hombre aprovecho de entrar, hay un pasillo estrecho en donde una escalera circular, como un caracol, se va perdiendo hacia arriba entre la luz tenue que entra por las ventanas. Solo esta la opción de subir, lo hago nervioso, luego de dos tramos hay cinco puertas, parecen viejos departamentos. Me siento. ¿Qué haces? me pregunto, ¿Desde cuándo se rompió el puente de la sana moralidad que cruzábamos y ahora, en caída libre, ni sabemos cuándo vendrá el golpe, ni en dónde pararemos? ¡Qué extraño!, resulto ser darse cuenta que era la misma pregunta que se había hecho el esposo de Ana Karenina cuando se entera que su esposa le estaba siendo infiel: una oscuridad repentina, pero llena de estrellas en el cielo. El desamparo no era entero. Por lo menos aquí esta fresquito, un aire helado mezclado con cera tiene un efecto aletargado, como si fuera un descanso obligado o será que es la vuelta a las condiciones de ser humano consiente y a los recuerdos de anoche, cuando ella puso sus manos en sus hombros, de dedos largos y blancos, como le gustaban, y bajaban paralelas un corto tramo para juntarse en su pecho y dirigirse, sin no antes erizar sus pelos hasta el beso grande, símil a los efectos de un alucinógenos y el éxtasis del cuerpo; era llevar al extremo la materia, la alegría veloz de un átomo girando, invisible al mundo, pero real frente a los ojos de la técnica del científico, tal real como el llanto que siente ahora, proveniente de la tercera puerta, que tiene un numero cinco dorado.

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