Cuando pidió el empleo pensó que seria lo de siempre, y en parte nadie podría haber pensado situaciones muy distintas y que algo de razón tenía pues, porque cargar cajas en cualquier parte es lo mismo, pero apenas llego sintió un aire nauseabundo. En cierto modo nuestro personaje no deja de decir la verdad, porque los empleados de la compañía rara vez llevan sus trajes a lavar un día jueves, día en que fue contratado, sin mayores contrariedades José. Mientras se pone su cinturón de seguridad piensa que no importaba mucho el olor porque pronto seria uno de ellos y como siempre los seres humanos se terminan acostumbrando a las cosas que les desagradan y otros incluso terminan amándolas.
Al principio no pareció extraño que algunos productos, que los catálogos de contaduría decían que estaban, no estuvieran. En cambio que las cajas cambiaran de lugar cada día si. Varias veces llego a pensar que eran duendes los que cambiaban las cosas de su lugar y más de una vez los vio, se sabe que cada uno ve lo que quiere, además nada de mal le parecía para quebrar la monotonía a eso de las cinco de la tarde. No hay nada nuevo bajo el sol –como decía Salomón-, vanidad de vanidades, todas estas cajas son vanidad, salvo que el sol en la bodega solo se veía a eso de las tres de la tarde y que la vanidad tenía un precio de un dólar la hora.
Ya la segunda semana se sintió cansado, se sentó en una caja grande, lo suficiente como para que se hubiese acostado y ya acostado sintió la mirada perpleja de sus compañeros. Una mirada como de animales, unos animales neuróticos, sin entender que uno de ellos se detuviese cuando la consecuencia lógica a una terrorífica casería es una estampida. Somnoliento, de a poco empezó a recuperar su conciencia frente a una pregunta: qué quería decir esa mirada. Se acerco.
-¿Qué haces? –dijeron.
-Muero – dijo. Y disfruto de esta muerte lenta.
Los ojos de sus compañeros se desvían, vuelven, simétricamente se une a los movimientos nerviosos de las manos, pero se detienen como una flecha que se clava en el techo. Miro, nada a primera vista más que el blanco triste y una grieta… es normal esa grieta había dicho el arquitecto una semana antes en una visita junto con los dueños de la empresa. Luego mientras pensaba que no estaría mal cambiarle el color al techo, quizás celeste o azul, media escondida en una esquina descubre una cámara, y al descubrirla se sintió intimidado. Como observador objetivo de la situación y dotado con los sentidos de un científico con sus instrumentos puedo decir que en un momento pareció que los ojos y el lente oscuro se detuvieron recíprocamente, el uno en el otro, como esos ojos perdidos de los penitentes en la de los santos devotos. Quizás en otra vida o en un tiempo más los seres humanos se arrodillaran frente a las cámaras, si no es que ya lo hacen, haciendo mandas y pidiendo lo que esta más allá, sin embargo, José pertenece a la vida del más acá, de la bodega y se para, se mezcla y pierde en los pasillos uniéndose a los agitados ir y venir por una caja, ampolleta o herramientas. Los muchachos bajaban y trasladaban las cajas de aquí para allá, cómo se preguntó José si a veces no había mucho que hacer, para luego entender que eran los mismos muchachos quienes cambiaban de lugar las cajas.
-¿Por qué?
- No ves que hay cámaras, si no te ven trabajando te amonestan.
Los días posteriores noto que sus caras cambiaban, evolucionaban y se acercaban a la locura en un camino perceptible solo para aquellos que vivían bajo el techo blanco. Si alguien decidiera andar cerca de ese camino trasformaría su rostro desde las expresiones de histeria hasta las caras más aterrorizadas; más y más perdiendo todo rasgo de humanidad, aunque a decir verdad era el olor de los muchachos lo primero que abandonaba los asideros asépticos del mundo, en ausencia de la costumbre del jabón y una chorro de agua caliente.
¿Solo por las cámaras hacían este delirio gratuito? Pensó José. Si y no, dijeron, necesitamos el trabajo. Continúan diciendo: y cuando se necesita dinero para comer lo que a usted le parecía correcto con su guatita llena no lo parece tanto sin ella. El miedo al dolor, a la escasez provoca muchas cosas, José pronto lo sintió también, junto con una afanosa mirada en su espalda o que se cruzaba con la suya vigilándolo constantemente. Se preguntaba ¿Quién era el que miraba tanto por las cámaras? ¿Quién era el que asechaba? ¿Quién era el que tenía esa manía casi divina de verlo todo?, pero seamos justos no solo la divinidad que acusa José tiene la facultad de estar en todos lados, los compradores frenéticos en la bolsa de comercio son capaces también de estar en Japón, China, EE.UU., y Chile a la vez.
Mientras se une a las correrías a José se le ocurre la siguiente reflexión: solo entregándose al frenesí, a la desesperación se olvidaban que eran observados, se dijo admirado de su falta de imaginación; unos robot que sudaban y olían mal, en un tiempo que no era ni el de la rutina ni el sagrado y quizás en lo más filosófico que pensó se dijo: era la transmutación de lo natural explotado por el miedo y el cansancio. En realidad lo que debió decir para ser sincero consigo mismo fue que deseaba su libertad, esa que se oculta en lo anónimo, sin la atención de nadie y en la profundidad de lo desconocido.
El día 18 de abril cuando se levanto de la cama y se puso el traje negro decidió ese día no hacer nada. Se escondió el revolver, se aseguro que no se le notara tras el terno y varias veces se miro en el reflejo del vagón del metro frunciendo las cejas o arreglándose sus pocos cabellos. Cuando estuvo en la bodega se estiro con sus brazos cruzados tras su cabeza a esperar. Pronto lo llamaron, señalaron que quería verlo el jefe encargado de la sección. Cuando salio caminando por el pasillo los muchachos comentaron: ¿Quién es este que se negaba ha hacer lo de siempre? Antes pasa a los vestidores. Se acomoda la pistola y cuando sale caminado por el pasillo tiene la convicción de que hoy todos sus compañeros serian libres.
Espere aquí dijo la secretaria con su voz medio enojada mientras se dirige a la oficina. Esa mañana Doris había peleado con su esposo y al salir a la calle para dirigirse al trabajo lo hizo sin despedirse de él, y él se entero por el diario que varios de las acusaciones de la diputada Ramírez eran inconstitucionales. El mundo sigue, mientras José pelea como diría el presidente del partido comunista o socialista por los derechos inalienables de los trabajadores que el capitalismo ha arrebatado como un vil asesino. El presidente del partido se imagina a si mismo siendo aplaudido mientras pronuncia estas palabras en el teatro en que se reúnen los camaradas. Diez jóvenes universitarios creen lo mismo, José también lo cree y es más se dice: vengo aquí a recuperar mi sentir, mi soñar e imaginar, hemos sido desarraigados desde antes que fuéramos semejante a lo divino y en un segundo nos quitan lo humano constantemente con empleos y contextos globales que vituperan todo signo de compasión y amistad. ¿De dónde vendrá la palabra globales? ¿Dónde la habré leído? Pensó. Y en la víspera de la pelea o de lo que cree él que será la pelea, es decir, a eso de las diez con treinta minutos Doris dice entre. La oficina es grande, tiene un escritorio en el centro, tres cuadros, dos en la muralla y uno más pequeño en el escritorio, hay una ventana que da hacia la calle y un estante con libros. Don Manuel Bahuer es algo viejo, presenta una cara con fuertes arrugas y con su voz fuerte pronuncia:
-Así que no quiere trabajar holgazán.
Pero José no dijo nada, se decía a si mismo: así que este es, pero que le digo, pero si ya sabes se contesta, entonces dilo que se nos acaba el tiempo, o mejor dispara y salimos corriendo. ¿Adónde? A ninguna parte y que ese ninguna parte quedara bien lejos, el sonido de los disparos estremecería a todos, de seguro la secretaria quedaría paralizada, estupefacta, inmóvil como el tipo muerto. Tú tendrías que bajar rápido las escaleras, correr desaforadamente y empujar a los transeúntes fuera del paisaje. La policía te buscaría, en la ciudad, eso que siempre soñaste como lo enteramente desconocido seria al fin el escenario de miles de ojos que te buscarían.
-Oiga responda
- y las cámaras no hubiesen sido nada comparado con el terror y horrible mirada de la culpabilidad
-¿las cámaras?
-Si, las cámaras
-Será mejor que se vaya
-¿Las cámaras?
-Con ellas observo a los holgazanes como usted. No crea que me divierto, estoy tan obligado como usted.
Y al terminar esta frase Manuel Bahuer miro al techo y allí también había una cámara, pero más grande. De pronto en la oficina se hizo un silencio que parecía seguir los movimientos del lente oscuro. José salio casi sin pensar nada. Si el presidente del partido se enterara diría que ha claudicado, que al fin eligió el camino de los alienados, pero que más se le puede pedir a un hombre, más a José que vive el mundo real que con toda seguridad ni se parece a los de los diez universitarios y menos al del connotado presidente del partido. Mejor sigámoslos mientras camina triste, distraído por la calle. Entre Ejército y la Alameda un automóvil toca la bocina mientras el chofer le dice estupido, aunque José poniendo un poco más de atención se dice que el estupido es el chofer que no se da cuenta que lo están vigilando, pero él ya no, porque él vigilaría a los transeúntes mientras se convierten en animales y pobre de aquel que no quiera porque José anda con una pistola en el bolsillo.
Al principio no pareció extraño que algunos productos, que los catálogos de contaduría decían que estaban, no estuvieran. En cambio que las cajas cambiaran de lugar cada día si. Varias veces llego a pensar que eran duendes los que cambiaban las cosas de su lugar y más de una vez los vio, se sabe que cada uno ve lo que quiere, además nada de mal le parecía para quebrar la monotonía a eso de las cinco de la tarde. No hay nada nuevo bajo el sol –como decía Salomón-, vanidad de vanidades, todas estas cajas son vanidad, salvo que el sol en la bodega solo se veía a eso de las tres de la tarde y que la vanidad tenía un precio de un dólar la hora.
Ya la segunda semana se sintió cansado, se sentó en una caja grande, lo suficiente como para que se hubiese acostado y ya acostado sintió la mirada perpleja de sus compañeros. Una mirada como de animales, unos animales neuróticos, sin entender que uno de ellos se detuviese cuando la consecuencia lógica a una terrorífica casería es una estampida. Somnoliento, de a poco empezó a recuperar su conciencia frente a una pregunta: qué quería decir esa mirada. Se acerco.
-¿Qué haces? –dijeron.
-Muero – dijo. Y disfruto de esta muerte lenta.
Los ojos de sus compañeros se desvían, vuelven, simétricamente se une a los movimientos nerviosos de las manos, pero se detienen como una flecha que se clava en el techo. Miro, nada a primera vista más que el blanco triste y una grieta… es normal esa grieta había dicho el arquitecto una semana antes en una visita junto con los dueños de la empresa. Luego mientras pensaba que no estaría mal cambiarle el color al techo, quizás celeste o azul, media escondida en una esquina descubre una cámara, y al descubrirla se sintió intimidado. Como observador objetivo de la situación y dotado con los sentidos de un científico con sus instrumentos puedo decir que en un momento pareció que los ojos y el lente oscuro se detuvieron recíprocamente, el uno en el otro, como esos ojos perdidos de los penitentes en la de los santos devotos. Quizás en otra vida o en un tiempo más los seres humanos se arrodillaran frente a las cámaras, si no es que ya lo hacen, haciendo mandas y pidiendo lo que esta más allá, sin embargo, José pertenece a la vida del más acá, de la bodega y se para, se mezcla y pierde en los pasillos uniéndose a los agitados ir y venir por una caja, ampolleta o herramientas. Los muchachos bajaban y trasladaban las cajas de aquí para allá, cómo se preguntó José si a veces no había mucho que hacer, para luego entender que eran los mismos muchachos quienes cambiaban de lugar las cajas.
-¿Por qué?
- No ves que hay cámaras, si no te ven trabajando te amonestan.
Los días posteriores noto que sus caras cambiaban, evolucionaban y se acercaban a la locura en un camino perceptible solo para aquellos que vivían bajo el techo blanco. Si alguien decidiera andar cerca de ese camino trasformaría su rostro desde las expresiones de histeria hasta las caras más aterrorizadas; más y más perdiendo todo rasgo de humanidad, aunque a decir verdad era el olor de los muchachos lo primero que abandonaba los asideros asépticos del mundo, en ausencia de la costumbre del jabón y una chorro de agua caliente.
¿Solo por las cámaras hacían este delirio gratuito? Pensó José. Si y no, dijeron, necesitamos el trabajo. Continúan diciendo: y cuando se necesita dinero para comer lo que a usted le parecía correcto con su guatita llena no lo parece tanto sin ella. El miedo al dolor, a la escasez provoca muchas cosas, José pronto lo sintió también, junto con una afanosa mirada en su espalda o que se cruzaba con la suya vigilándolo constantemente. Se preguntaba ¿Quién era el que miraba tanto por las cámaras? ¿Quién era el que asechaba? ¿Quién era el que tenía esa manía casi divina de verlo todo?, pero seamos justos no solo la divinidad que acusa José tiene la facultad de estar en todos lados, los compradores frenéticos en la bolsa de comercio son capaces también de estar en Japón, China, EE.UU., y Chile a la vez.
Mientras se une a las correrías a José se le ocurre la siguiente reflexión: solo entregándose al frenesí, a la desesperación se olvidaban que eran observados, se dijo admirado de su falta de imaginación; unos robot que sudaban y olían mal, en un tiempo que no era ni el de la rutina ni el sagrado y quizás en lo más filosófico que pensó se dijo: era la transmutación de lo natural explotado por el miedo y el cansancio. En realidad lo que debió decir para ser sincero consigo mismo fue que deseaba su libertad, esa que se oculta en lo anónimo, sin la atención de nadie y en la profundidad de lo desconocido.
El día 18 de abril cuando se levanto de la cama y se puso el traje negro decidió ese día no hacer nada. Se escondió el revolver, se aseguro que no se le notara tras el terno y varias veces se miro en el reflejo del vagón del metro frunciendo las cejas o arreglándose sus pocos cabellos. Cuando estuvo en la bodega se estiro con sus brazos cruzados tras su cabeza a esperar. Pronto lo llamaron, señalaron que quería verlo el jefe encargado de la sección. Cuando salio caminando por el pasillo los muchachos comentaron: ¿Quién es este que se negaba ha hacer lo de siempre? Antes pasa a los vestidores. Se acomoda la pistola y cuando sale caminado por el pasillo tiene la convicción de que hoy todos sus compañeros serian libres.
Espere aquí dijo la secretaria con su voz medio enojada mientras se dirige a la oficina. Esa mañana Doris había peleado con su esposo y al salir a la calle para dirigirse al trabajo lo hizo sin despedirse de él, y él se entero por el diario que varios de las acusaciones de la diputada Ramírez eran inconstitucionales. El mundo sigue, mientras José pelea como diría el presidente del partido comunista o socialista por los derechos inalienables de los trabajadores que el capitalismo ha arrebatado como un vil asesino. El presidente del partido se imagina a si mismo siendo aplaudido mientras pronuncia estas palabras en el teatro en que se reúnen los camaradas. Diez jóvenes universitarios creen lo mismo, José también lo cree y es más se dice: vengo aquí a recuperar mi sentir, mi soñar e imaginar, hemos sido desarraigados desde antes que fuéramos semejante a lo divino y en un segundo nos quitan lo humano constantemente con empleos y contextos globales que vituperan todo signo de compasión y amistad. ¿De dónde vendrá la palabra globales? ¿Dónde la habré leído? Pensó. Y en la víspera de la pelea o de lo que cree él que será la pelea, es decir, a eso de las diez con treinta minutos Doris dice entre. La oficina es grande, tiene un escritorio en el centro, tres cuadros, dos en la muralla y uno más pequeño en el escritorio, hay una ventana que da hacia la calle y un estante con libros. Don Manuel Bahuer es algo viejo, presenta una cara con fuertes arrugas y con su voz fuerte pronuncia:
-Así que no quiere trabajar holgazán.
Pero José no dijo nada, se decía a si mismo: así que este es, pero que le digo, pero si ya sabes se contesta, entonces dilo que se nos acaba el tiempo, o mejor dispara y salimos corriendo. ¿Adónde? A ninguna parte y que ese ninguna parte quedara bien lejos, el sonido de los disparos estremecería a todos, de seguro la secretaria quedaría paralizada, estupefacta, inmóvil como el tipo muerto. Tú tendrías que bajar rápido las escaleras, correr desaforadamente y empujar a los transeúntes fuera del paisaje. La policía te buscaría, en la ciudad, eso que siempre soñaste como lo enteramente desconocido seria al fin el escenario de miles de ojos que te buscarían.
-Oiga responda
- y las cámaras no hubiesen sido nada comparado con el terror y horrible mirada de la culpabilidad
-¿las cámaras?
-Si, las cámaras
-Será mejor que se vaya
-¿Las cámaras?
-Con ellas observo a los holgazanes como usted. No crea que me divierto, estoy tan obligado como usted.
Y al terminar esta frase Manuel Bahuer miro al techo y allí también había una cámara, pero más grande. De pronto en la oficina se hizo un silencio que parecía seguir los movimientos del lente oscuro. José salio casi sin pensar nada. Si el presidente del partido se enterara diría que ha claudicado, que al fin eligió el camino de los alienados, pero que más se le puede pedir a un hombre, más a José que vive el mundo real que con toda seguridad ni se parece a los de los diez universitarios y menos al del connotado presidente del partido. Mejor sigámoslos mientras camina triste, distraído por la calle. Entre Ejército y la Alameda un automóvil toca la bocina mientras el chofer le dice estupido, aunque José poniendo un poco más de atención se dice que el estupido es el chofer que no se da cuenta que lo están vigilando, pero él ya no, porque él vigilaría a los transeúntes mientras se convierten en animales y pobre de aquel que no quiera porque José anda con una pistola en el bolsillo.
el maldito ojo q todo lo ve...
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